El otro día estuve hablando con un amigo de internet sobre videojuegos retro. Por todos es sabido que soy un gran fan entusiasta del cine porno retro, además así es exactamente como me gusta definirme ya que no me considero ningún friki, pero mi faceta de entusiasta del abandoneware la aireo algo menos.
A lo mejor te llevaste una mala impresión de mí cuando en su día te conté que era misántropo. Afortunadamente comprendiste mi explicación y aunque evite las conversaciones insustanciales a toda costa, sabrás que las conversaciones con fundamento me apasionan. Y la conversación a la que hago referencia fue apasionante.
Estuvimos haciendo una retrospectiva bastante interesante de la evolución de los videojuegos basándonos en las vivencias personales de cada uno, por eso fue tan interesante porque textos que hablen sobre la historia de los videojuegos los hay a cientos pero las vivencias personales narradas con elocuencia son bastante escasas.
El caso es que la conversación que prácticamente se había convertido en una tesis filosófica terminó desembocando en un campo muy específico que jamás se me habría ocurrido relacionar con el abandoneware. Estoy hablando de los coños de madre.
Me explico. Este buen hombre me contó el afán por ir a casa de un amigo suyo a jugar a la consola porque la madre de éste le ponía cachondo. Tal y como me la describió, yo la catalogaría como madre primeriza, lo normal teniendo en cuenta que hablamos de comienzos de los 90. Me decía que solía pasearse por la casa sin sujetador marcando pezones. Yo me imagino que esta inocente madre no pensaba que un niño de doce años pudiera observarla con lascivia, y tanto era así que me confesó entre risas que se pelaba el cipote con brío cada vez que llegaba a su casa pensando en aquellas santas tetas.
De hecho cada vez que esta mujer se metía en el baño o en su habitación, él intentaba pasearse yendo a la cocina a por un vaso de agua en pos de verla semidesnuda deambulando por su alcoba. Para su desdicha jamás la vio desnuda, pero me decía lo cachondo que se ponía cuando la escuchaba mear porque su obsesión era imaginar aquellos orines saliendo de su coño de madre.
Los jajajajajaja que le escribía a cada frase que soltaba eran infinitos porque estaba llorando de risa según lo contaba. De hecho llegó a decirme que una de esas tardes de Street Fighter, aprovechando que no estaban los padres del anfitrión, logró meterse en el dormitorio marital para robarle una braga de la mesita de noche a aquella buena señora. Estas cosas a mí me cuesta creerlas porque yo jamás me atrevería a hacer algo así, pero también soy consiente del grado de temeridad que pueden desarrollar algunas personas aunque éstas sean aún niños imberbes. Ni que decir tiene que aquellas bragas fueron el fetiche de este pajizo durante un par de meses.
El caso es que antes de aquella conversación jamás hubiese asociado el mundo del videojuego a la erótica de los coños de madre. Cuan maravillosas son esas historias de conductas errantes y libres de perjuicios.