No pensaba escribir más en este nido de ratas en el que se está convirtiendo internet. Te hablo en serio. Siempre me pasa en verano, no sé si será por los días libres, el calor o las ganas de eyacular en las tetas que asoman desvergonzadas en la playa, pero este cúmulo de sensaciones hace que entre en una especie de depresión la cual hace aflorar la misantropía que siempre tengo latente en las entrañas. No me gusta la gente y el verano es una época que parece obligarte a estar con gente. No me refiero necesariamente a estar interactuando, el simple hecho de estar cerca de gente en la playa, en centros comerciales o en lugares públicos es algo que me estresa bastante. Como decía Gleen Gould, 'por cada hora que pasamos al lado de un ser humano necesitamos otras tantas en soledad'.
No sé por qué te estoy contando esto. Bueno en realidad sí lo sé, porque como no tengo amigos a quien contarles estas cosas te las cuento a ti. Lo más probable es que te importe un soberano cipote pero como seguramente tú seas otra alma atormentada por el sinsentido de la vida que nos ha tocado vivir, te tranquilice saber que hay otra persona en tu misma situación, es decir, delante de la pantalla del ordenador y completamente sola.
Esta introducción no tiene nada que ver con lo que venía a contarte que no es más que una anécdota que por alguna razón he recordado hoy. Verás esta historia, no sé si se le puede llamar historia, sucedió hace mucho tiempo en un supermercado que tenía frente por frente de mi casa, supongo que yo no tenía ni los dieciocho años, el caso es que me mandaron a comprar tomates para el gazpacho, yo siempre he sido muy bien mandado así que allí me planté y me puse a palpar los tomates más propicios para hacer un refrescante gazpacho. Cuando me puse en la caja esperando mi turno vi a una vecina en la caja de al lado. Esta vecina de la que os hablo estaba realmente buena, era la mujer de un torero, no de uno de esos toreros famosos sino un torero de los de segunda fila, pero para el caso daba exactamente igual, la mujer era una rubia despampanante, una auténtica madre primeriza. Esto que te cuento no tiene nada de extraño de no ser por lo que aquella bendita señora estaba comprando. Tan sólo una botella de agua y un pepino. Has leído bien, sólo tenía una botella de agua y una de esas bolsas de plástico transparente que se cogen en la misma frutería del súper con sólo un pepino. Un simple y sugerente pepino.
Yo que soy un mamífero de sangre muy caliente me puse a imaginar la historia subyacente de todo lo acontecido. Lo recuerdo como si fuera ayer. El matrimonio en cuestión no tenía hijos, por lo que en el barrio las habladurías apuntaban a una cierta merma viril del torero ya que nadie se explicaba cómo no se le podría hacer un hijo a aquella maravillosa mujer. En alguna ocasión te he hablado de la importancia del decoro, verás, nada de esto hubiere tenido importancia de haber hecho una compra más grande, pero aquella botella de agua era el pretexto perfecto para comprar el pepino. Quiero decir que comprar un pepino sólo es violento hasta para un hombre, da igual que realmente sea lo único que necesites, nadie en su sano juicio compra tan sólo un pepino. La botella de agua no era más que una triste cortina de humo, el señuelo perfecto para despistar a la gente, algo con lo que engordar el ticket y enmascarar la vergonzante falta de vigor de su marido.
La observé. Me puso muy cachondo y la observé. Notaba cierto sonrojo en sus mejillas, prueba delatadora de su mentira. Llevaba un pantalón vaquero muy ajustado, de esos que marcan camel toe. No había salido de aquel supermercado cuando ya me puse a imaginar aquel lustroso pepino entrar y salir por su sonrosado chocho, acariciando los negros pelos de su vulva, pringado en el gazpacho hormonal de su coño. Me hubiera comido aquel pepino a bocados tras haberlo utilizado ella. No recuerdo lo que pasó después pero todo apunta a que la paja fue de órdago.
El fascinante mundo de las amas de casa.